miércoles, 23 de mayo de 2007

Trabajo en las alturas

—Te conozco demasiado bien, sé que no vas a saltar —le dije desesperado porque en realidad no estaba nada seguro.
Y ella tampoco parecía estarlo. Miraba hacia la calle, allá abajo, con la mirada perdida, indecisa, el miedo pintado en la cara.
—Sería mejor que bajaras de ahí, para ahorrar tiempo. Hace frío aquí arriba.
Nada. Ni caso. Parecía que se había fundido a la barandilla. Y hacía frío de verdad. Subí la cremallera del abrigo y enterré las manos en los bolsillos, helado sólo de verla vestida con una camiseta de manga corta y unos pantalones de tela, mala elección para un día de otoño que había empezado soleado y tibio y estaba terminando nublado y lluvioso.
—Desde luego, si no te decides pronto te va a matar el frío.
Caía una llovizna muy fría y estaba empezando a cabrearme estar allí arriba con aquel tiempo. Pero la chica era joven, y es difícil encontrar suicidas jóvenes que estén dispuestos a pensárselo. Si finalmente la convencía iba a conseguir muchos años para mí. Me subí al pretil y me agarré a la barandilla, sin saltarla como había hecho ella. Dicen que el hábito hace al monje, pero la calle estaba demasiado lejos vista desde allí y la costumbre no me ayudó. No cabía la menor duda de que me lo estaba trabajando. Nos habíamos visto unas tres veces en los últimos meses. La chica era de las que gustaban de los sitios altos, y no es que tenga vértigo, no es adecuado para hacer lo que hago, pero aquel edificio no era el puente sobre el río de la última vez. Dejé de mirar hacia abajo y me concentré en mi hipotética prórroga de vida. Estaba llorando. Ya lloraba cuando llegué a la carrera y no había parado en todo el rato. Nos encontrábamos en el mismo punto muerto al que habíamos llegado las otras veces.
—Eliges sitios demasiado altos. No me ayudas.
—Dicen que si la caída es muy larga, te mueres antes de llegar al suelo —me dijo entre sollozos.
—Lo he oído otras veces, pero no funciona así. Casi todos están vivos cuando se estrellan contra el suelo.
—¿Eso es verdad?
—Por supuesto. No te engañaría con algo así.
Y era verdad. Lo había visto muchas veces.
—Algunos gritan todo el tiempo hasta que llegan abajo, otros sólo al principio de la caída, otros sólo cuando van llegando al suelo. Otros caen en silencio. Pero llegan vivos.
Una pausa. Suelta una mano de la barandilla, pero es para pasársela por la cara, luego vuelve a sujetarse.
—Suponía que sería más fácil.
Había un atisbo de arrepentimiento en su expresión, o tal vez un matiz en la inflexión de la voz. Un hilo de esperanza al que agarrarme.
—No es fácil —le insistí—. Da igual cómo lo planees, o lo decidido que llegues. En el último momento siempre aparecen las dudas, o el miedo. A veces los dos.
Había girado la cabeza. Me miraba a mí, no al vacío.
—¿Has intentado suicidarte alguna vez?
—Nunca, pero lo he visto a menudo.
—¿Por qué lo haces?
—No por altruismo, puedes estar segura.
Volvió a mirar al vacío, a la calle encajonada entre edificios, al aparentemente tranquilo tráfico.
—No sé si podré hacerlo alguna vez.
Aquello se parecía mucho a un grito desesperado de ayuda.
—Si no lo has hecho a la primera, luego cuesta más trabajo. Y si te lo vas a pensar, hazlo de este lado de la barandilla, no sea que una ráfaga de viento haga el trabajo por ti.
No lloraba. Tenía la ropa mojada y tiritaba, aunque parecía más cosa del frío que del miedo. Sin decir nada pasó por encima de la barandilla y juntos volvimos al tejado. No sabía si volvería a intentarlo, no tenía manera de saberlo, pero cuando abrí la puerta metálica que daba acceso al edificio se paró y, mirando fijamente las escaleras del interior, me dijo:
—Gracias.
Y sonreía.
Yo no puedo ayudarles con sus problemas, y no me interesa si su vida es un infierno y no otra cosa, no puedo preocuparme de cada uno de ellos. Por eso cuando sonríen es gratificante, porque generalmente a los que sonríen no me los vuelvo a encontrar en las mismas poco tiempo después.
En cualquier caso, ella se había concedido otra oportunidad, y yo ganaba todo el tiempo que ella siguiera viva.

Fotografía: MA.JULIANA.G.


El cuentacuentos

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

viernes, 18 de mayo de 2007

Corsarios de levante

Esta novela es la sexta de la serie de aventuras del Capitán Alatriste. Todo el libro está impregnado por el estilo habitual de la serie, que tanto ayuda a crear la ambientación de época que necesita una novela histórica, y por la crítica al tiempo que describe, tema este de la crítica donde hay tela para cortar y que da para varios libros por sí sólo.

El único problema que he encontrado a la hora de leer el libro ha sido la película "Alatriste". Y es que es más que recomendable olvidarla. De hecho, no conseguí disfrutar plenamente del libro hasta que no conseguí desprenderme de las maneras, los acentos, y los clichés de los personajes de ese despropósito de película. Por no hablar del guión, que no quiero porque consiguió desesperarme y me desvío del tema.

Es esta ocasión el Capitán Alatriste ha embarcado junto con Íñigo en la galera "Mulata", con la que recorren el Mediterráneo en busca de de corsarios o piratas, del turco y del inglés, y en general de cualquiera de los muchos enemigos que el imperio español tenía en aquel momento, y que eran, básicamente, todos los demás.
Buena novela histórica, que si bien puede hacerse algo monótona en algún momento, no en vano los protagonistas pasan casi todo el tiempo a bordo de la galera exceptuando un episodio en Orán y otro lance que no contaré, describe muy bien la época, algo que ya viene siendo habitual en esta serie del Capitán Alatriste. Es fácil hacerse a la idea de como debía ser el día a día a bordo de una galera, de las motivaciones de uno y otro bando, e incluso de la vida en las colonias españolas del norte de África. Es también novela de aventuras, pues cuenta con muy buen tino algunos abordajes, escaramuzas en tierra, y una batalla naval, acción vívida y bien narrada en todos los casos, cosa que no me sorprendió después de leer "Trafalgar", otra novela en la que Pérez-Reverte ya mostró muy buenas maneras para este tipo de lances.

martes, 8 de mayo de 2007

Los hijos de Anansi

Tenía muy buenas recomendaciones de este libro, y yo mismo esperaba bastante. Hasta ahora casi todo lo que he leído de Neil Gaiman me ha gustado, sus novelas especialmente.
Y no me ha defraudado. Me encanta la fantasía de este hombre y su forma de mezclarla con la realidad. No puedo evitarlo.
En esta ocasión el protagonista es un tipo de vida anodina y aburrida, que cambia radicalmente con la muerte de su padre y la aparición de un hermano desconocido. Hasta aquí, más o menos normal. Y aquí es donde empieza la diversión. El padre del protagonista es el dios Anansi, el dios araña, un dios mentiroso y embaucador.
Realidad y fantasía que se entremezclan y se unen con naturalidad y armonía, mitos, dioses, fantasmas, muertos que no están muertos, ancianas que saben más de lo que admiten, dioses enfrentados, dioses enamorados, superación personal, todo ello convenientemente dosificado, para ir sorprendiendo poco a poco, sin prisas, pero sin perder la intensidad. Tanto que es difícil dejar de leer.
Si es cierto que los aspectos no fantásticos de la historia se hacen predecibles, pero no es un obstáculo para disfrutar del libro, quizás porque la fantasía no deja de sorprender una y otra vez, y desde luego porque consigue sacarte una sonrisa, incluso alguna carcajada, de cuando en cuando. Me he divertido enormemente leyendo.
Un libro imprescindible y siempre recomendable a cualquier aficionado a la lectura.

martes, 1 de mayo de 2007

Identidad

El título de aquel libro llamó poderosamente mi atención. Lo abrí con la esperanza de encontrarme dentro, pero tampoco estaba allí. El autor debía estar pensando en otra cosa, o no recibió la inspiración adecuada. La desilusión no fue más que una pequeña comezón en el pecho, fruto de la costumbre. Me habría gustado convertir el libro en polvo, pero no puedo hacerlo, así que lo dejé otra vez en su sitio.
—¿Todavía no lo has encontrado?
A mi lado había una chica de mi edad vestida muy a la moda, pero no me engañó. Era otra vez esa vieja del demonio, o más bien ese demonio viejo y arrugado.
—Debes estar muy aburrida para que vengas a entretenerte conmigo —le dije en el tono más despectivo que pude adoptar.
La chica desapareció. En su lugar apareció una anciana extremadamente fea. Tenía el pelo blanco desgreñado. Podía conseguir que su cara fuera una de las cosas más desagradables de mirar.
—¿No creerías que iba a esconderlo en un sitio tan evidente? —me dijo sonriendo como sonreiría un gato que jugara con un ratón recién atrapado, disfrutando un rato con él antes de comérselo. Yo sabía que se estaba riendo de mí. También a esto me había acostumbrado.
—Una vez me dijiste que habías escondido mi nombre en un libro que tenía por título un nombre de mujer. Debe ser la única vez que me has dicho la verdad. A lo mejor es la única vez que le has dicho la verdad a alguien.
—Este juego tiene sus reglas. Una de ellas me obliga a contestar una sola pregunta, y así hago con todas —aunque su tono de voz dejaba bien claro que no estaba en absoluto de acuerdo con aquella regla, un lamentable error que alguien había cometido al redactarlas—. Así que no te des tanta importancia. Recuerda que no eres la única diversión que tengo.
—Pues vete a dar la paliza a alguna de las otras, y déjame en paz.
—No deberías tratarme mal. ¿Y si hubiera venido a ayudarte otra vez? ¿No crees que mi viejo corazón pueda sentir un poco de compasión de vez en cuando?
Hasta había conseguido componer un gesto compungido. Si no la conociera habría sentido lástima. Era muy buena.
—Ya no te creo, vieja. Es otra vez el mismo cuento, no haces más que liarme con tus tretas cada vez que te hago caso.
Se rió con el mismo sonido que produce una sierra cortando metal.
—No debería estar permitido daros tanto tiempo. Las más veteranas perdéis toda la gracia. ¿Qué sentido tiene que siga preocupándome de vosotras si yo no puedo divertirme? Debería abandonarte, olvidarme de ti. ¿Cómo ibas a encontrar tu nombre entonces?
Otra vez jugaba conmigo.
—Me las apañaré sin tu ayuda, gracias. Estoy segura. Hasta ahora sólo ha servido para hacerme perder el tiempo.
—Te estás volviendo demasiado impertinente. Quizás debería castigarte.
Sentí una agradable sensación de alivio. Me había pasado los últimos cuatro años y pico viviendo atemorizada por sus amenazas, tan convencida de que podía hacerme daño que yo misma lo convertía en algo real. Así es como me controlaba. En cambio ahora sabía, tenía seguridad en mí misma y no era vulnerable.
—Sé que no puedes hacerme nada si no te doy mi consentimiento. Y no voy a cometer el mismo error dos veces. He aprendido mucho.
Se quedó seria. De pronto yo era inalcanzable y seguramente no estaba acostumbrada a perder la ventaja que le permitía jugar con nosotras a su antojo. Entrecerró los ojos y habló muy despacio.
—Sabes demasiado. Tendré que esperar a que se cumpla el plazo, pero cuando tu alma me pertenezca podré hacer contigo lo que quiera. Y soy muy rencorosa.
Había tanto odio y tanta maldad en su mirada que sentí miedo. Me costó mucho trabajo mantenerme firme y contestarle.
—¿Y si no puedes esperar? Un sólo paso en falso y romperás las reglas del juego. Me muero de ganas por ver la cara que pondrías si quedara libre por un error tan tonto.
—¿Crees que el tiempo me preocupa, que soy impaciente? Ya te darás cuenta de lo rápido que pasan los años. Tanto que me resulta demasiado pesado contarlos. Es más práctico medir el paso del tiempo en siglos. No voy a cambiar una eternidad de diversión por un arrebato de ira.
—¿Tu hermano es tan paciente como tú?
No se lo esperaba. Por primera vez desde que la conocí, disfruté. Enormemente. Se había quedado pálida. El mundo se detuvo por un instante, o eso me pareció, en el intervalo de tiempo que tardó en reaccionar. Cuando volvió a girar, perdió el control.
—¿Cómo te has enterado de eso? ¿Quién te lo ha dicho? Dímelo, niña. ¡Dímelo! —estaba demasiado furiosa o demasiado asustada como para darse cuenta de que estaba atrayendo la atención de la gente. Luego enumeró con perversa minuciosidad todas y cada una de las cosas que pensaba hacerle a quien me hubiera revelado el secreto, y a mí misma después. Gritaba cada vez más alto mientras sus facciones se transformaban adoptando una tras otra formas de una mujer joven, de un niño, de un hombre adulto, de algo terrorífico que no había visto antes, y de una diversidad de animales. Y yo no podía contestarle. Para averiguar su nombre tuve que hacer algo que no quiero recordar. Afortunadamente encontré a alguien que aceptó borrarme ese recuerdo. Me asusté tanto que no me costó nada concentrarme, la alternativa era horrible si no lo conseguía.
Entonces lo llamé. Grité su nombre dentro de mi cabeza y deseé con toda mi alma que estuviera allí.
Un hombre joven apareció detrás de la vieja.
Le puso la mano en el hombro.
La vieja se quedó quieta y callada como si se hubiera convertido en una estatua. Había recuperado su aspecto normal, o el que yo imagino que era el normal. Parecía una viejecita desvalida e indefensa justo antes de ser arrollada por un autobús.
—No sabes lo que has hecho, niña —dijo con una voz chillona—. No tenías derecho. Tú tenías una oportunidad. Era un juego limpio.
—¿Juego limpio? —esto era el colmo—. Nunca fue nada parecido. Me engañaste desde el principio —estaba tan furiosa—. Sólo de pensar en todas las chicas que has esclavizado durante tu vida me da náuseas —todo el miedo que había sentido hacía un momento se estaba convirtiendo en una ira fría y vengativa—. Te lo mereces.
—Es verdad —dijo su hermano—. Te lo mereces. Vas a responder de todos tus actos.
No sabía como iba a reaccionar cuando lo llamara. Siempre cabía la posibilidad de que fuera tan caprichoso como su hermana y me fulminara en el acto. Pero merecía la pena correr el riesgo. Siempre es mejor eso que una eternidad de esclavitud.
—¿Qué es lo que te hizo? ¿Por qué la odias tanto? —me atreví a preguntarle.
Permaneció impasible. No dejó trascender ningún sentimiento. Si aún sentía odio, no lo supe.
—Es mejor no remover el pasado. Eso es algo que debe quedar entre ella y yo. Sea lo que sea, ahora pagará por ello. Gracias a ti he alcanzado mi venganza, me has liberado de mi odio. ¿Cómo puedo recompensarte?
No iba a fulminarme. Mejor.
—Sólo te pido una cosa. Necesito que me encuentres.
—Quieres que te devuelva tu nombre.
—Si lo averiguas, por favor, dímelo. Susúrralo al amanecer, justo antes de que el sol aparezca por encima del horizonte. Así me liberarás tú a mí.
Luego desaparecieron los dos.
Creo que se la llevó a algún lugar del que no puede escapar. Sólo me queda esperar.

Fotografía: frixin.


El cuentacuentos

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

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