Trabajo en las alturas
—Te conozco demasiado bien, sé que no vas a saltar —le dije desesperado porque en realidad no estaba nada seguro.
Y ella tampoco parecía estarlo. Miraba hacia la calle, allá abajo, con la mirada perdida, indecisa, el miedo pintado en la cara.
—Sería mejor que bajaras de ahí, para ahorrar tiempo. Hace frío aquí arriba.
Nada. Ni caso. Parecía que se había fundido a la barandilla. Y hacía frío de verdad. Subí la cremallera del abrigo y enterré las manos en los bolsillos, helado sólo de verla vestida con una camiseta de manga corta y unos pantalones de tela, mala elección para un día de otoño que había empezado soleado y tibio y estaba terminando nublado y lluvioso.
—Desde luego, si no te decides pronto te va a matar el frío.
Caía una llovizna muy fría y estaba empezando a cabrearme estar allí arriba con aquel tiempo. Pero la chica era joven, y es difícil encontrar suicidas jóvenes que estén dispuestos a pensárselo. Si finalmente la convencía iba a conseguir muchos años para mí. Me subí al pretil y me agarré a la barandilla, sin saltarla como había hecho ella. Dicen que el hábito hace al monje, pero la calle estaba demasiado lejos vista desde allí y la costumbre no me ayudó. No cabía la menor duda de que me lo estaba trabajando. Nos habíamos visto unas tres veces en los últimos meses. La chica era de las que gustaban de los sitios altos, y no es que tenga vértigo, no es adecuado para hacer lo que hago, pero aquel edificio no era el puente sobre el río de la última vez. Dejé de mirar hacia abajo y me concentré en mi hipotética prórroga de vida. Estaba llorando. Ya lloraba cuando llegué a la carrera y no había parado en todo el rato. Nos encontrábamos en el mismo punto muerto al que habíamos llegado las otras veces.
—Eliges sitios demasiado altos. No me ayudas.
—Dicen que si la caída es muy larga, te mueres antes de llegar al suelo —me dijo entre sollozos.
—Lo he oído otras veces, pero no funciona así. Casi todos están vivos cuando se estrellan contra el suelo.
—¿Eso es verdad?
—Por supuesto. No te engañaría con algo así.
Y era verdad. Lo había visto muchas veces.
—Algunos gritan todo el tiempo hasta que llegan abajo, otros sólo al principio de la caída, otros sólo cuando van llegando al suelo. Otros caen en silencio. Pero llegan vivos.
Una pausa. Suelta una mano de la barandilla, pero es para pasársela por la cara, luego vuelve a sujetarse.
—Suponía que sería más fácil.
Había un atisbo de arrepentimiento en su expresión, o tal vez un matiz en la inflexión de la voz. Un hilo de esperanza al que agarrarme.
—No es fácil —le insistí—. Da igual cómo lo planees, o lo decidido que llegues. En el último momento siempre aparecen las dudas, o el miedo. A veces los dos.
Había girado la cabeza. Me miraba a mí, no al vacío.
—¿Has intentado suicidarte alguna vez?
—Nunca, pero lo he visto a menudo.
—¿Por qué lo haces?
—No por altruismo, puedes estar segura.
Volvió a mirar al vacío, a la calle encajonada entre edificios, al aparentemente tranquilo tráfico.
—No sé si podré hacerlo alguna vez.
Aquello se parecía mucho a un grito desesperado de ayuda.
—Si no lo has hecho a la primera, luego cuesta más trabajo. Y si te lo vas a pensar, hazlo de este lado de la barandilla, no sea que una ráfaga de viento haga el trabajo por ti.
No lloraba. Tenía la ropa mojada y tiritaba, aunque parecía más cosa del frío que del miedo. Sin decir nada pasó por encima de la barandilla y juntos volvimos al tejado. No sabía si volvería a intentarlo, no tenía manera de saberlo, pero cuando abrí la puerta metálica que daba acceso al edificio se paró y, mirando fijamente las escaleras del interior, me dijo:
—Gracias.
Y sonreía.
Yo no puedo ayudarles con sus problemas, y no me interesa si su vida es un infierno y no otra cosa, no puedo preocuparme de cada uno de ellos. Por eso cuando sonríen es gratificante, porque generalmente a los que sonríen no me los vuelvo a encontrar en las mismas poco tiempo después.
En cualquier caso, ella se había concedido otra oportunidad, y yo ganaba todo el tiempo que ella siguiera viva.
Fotografía: MA.JULIANA.G.
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