domingo, 17 de junio de 2007

Homenaje a una letra II

El gatito correteó juguetón entre sus piernas y salió disparado antes de que la montaña de risas se le desplomara encima. Luego tuvo que esconderse debajo de la cómoda del dormitorio para escapar de las caricias demasiado impetuosas de la niña. El colgante, una letra ese sujeta a una cadena, apareció en el rincón, entre maullidos de protesta y bufidos amenazadores. La niña se lo puso sin importarle que estuviera lleno de polvo, apagado y sin brillo. Tampoco a su madre le importó el aspecto del colgante. Le trajo recuerdos de una época de dudas, de una tienda anticuada y un viejo con un oficio extraño. Recuerdos y sueños. Le había costado mantenerlos separados, crear un lugar para los recuerdos y otro diferente para los sueños. Si se mezclan el pasado se convierte en una burla imaginaria y la irrealidad se apodera del presente, retorciéndolo y transformándolo en una ilusión embriagadora y temible, pues cuando desaparece deja al descubierto una rutina aterradora y vulgar atestada de mediocridad y exenta de la magia del sueño. Dos lugares diferentes para cosas que deben permanecer separadas. Conservar un sueño está bien si ayuda a mejorar, a progresar para convertirlo en realidad. Si no es así, es mejor guardarlo, dejarlo abandonado en el lugar de las cosas olvidadas, ese desván al que no debe entrarse nunca si uno no va predispuesto a encontrarse con la desazón y la desilusión que provoca el cúmulo de aspiraciones y objetivos desechados, capaces de destruir las esperanzas actuales. Por eso guardar un sueño durante tanto tiempo por el mero hecho de observarlo, de recrearse con él, es perjudicial. Aquel viejo no le advirtió sobre esto. Afortunadamente para ella se dio cuenta a tiempo.
Y se quitó el colgante.
Ahora el destino jugaba con ella y le devolvía el colgante y su carga de recuerdos a través del motivo de su sueño y de la causa de que se lo quitara. Lo limpió y volvió a ponérselo con cierta ceremonia, esperando quizás que ocurriera algo excepcional. Pero no sucedió nada. Tal y como el viejo le había dicho, el sueño había escapado del colgante. Se lo cedió gustosa a la niña, a fin de cuentas ya no le hacía falta. Prefería la realidad del sueño cumplido a la expectación sin esperanzas del sueño apolillado. Más tarde, aquella misma noche, tuvo que contar al padre de la niña la historia del colgante, porque durante el tiempo que lo llevó no le quiso explicar nunca por qué lo llevaba ni de dónde lo había sacado. Contestar sus preguntas fue la manera de abrir los cajones polvorientos de la memoria y acallar los gritos de la conciencia y disfrutar, por fin, de aquella época.
Pero el destino no había jugado lo suficiente y una mañana fresca de verano, cuando apenas ha salido el sol y en el paseo marítimo sólo hay algún deportista madrugador y unos pocos perros guiando a sus dueños soñolientos por la arena de la playa, la madre y la niña se encontraron a un anciano sentado en el muro bajo que separa la ciudad de la playa, y reconoció sin quererlo al dependiente de la tienda de colgantes. Se le notaba el paso de los años y tenía el mismo aspecto pasado de moda de entonces, pero había ahora algo contradictorio en él. Tuvo que fijarse con cuidado para darse cuenta de que el hombre aparentaba un cansancio desmentido por la alegría que le iluminaba los ojos.
El viejo también la recordó, a ella y a su sueño, y sonrió cuando se dio cuenta de que ya no llevaba el colgante y que su sueño cumplido caminaba junto a ella. Su cabeza era un mar de recuerdos en el que se mezclaban los propios con los de todos aquellos que habían pasado por su tienda, cuando aún era suya, a pedirle un colgante. Ya no quería fijarse en ninguno en particular porque no estaba seguro, no podía estarlo, si era suyo o de algún otro. Se le hacía aún más insoportable por la ausencia de vida propia, incapaz de generar sus propias experiencias, cada vez más ilusionado por el mundo que se abría más allá de su jaula sin candado. Eran las reglas del libro que le enseñó su oficio. Las vidas y los recuerdos y los sueños de los demás a cambio de la suya siempre encerrado en la tienda.
Ahora ya poco importaba todo eso. Sabía que el fin estaba próximo, y no quería encontrarlo entre las paredes cubiertas de vitrinas, asediado por las sombras de los rincones. Encontró a alguien a quien traspasar el negocio, alguien que quisiera aceptar el libro y sus reglas, alguien que se recluyera voluntariamente en la tienda a cambio de un conocimiento antiguo y extraño, y después salió al exterior y se llenó del ambiente de la noche, que se llevó los últimos restos del miedo a romper la regla que le liberaba y le condenaba.
Los dos habían sabido evitar, un poco tarde quizás, el peligro de los sueños y los deseos, pues son perfectos y mientras permanecen en su condición de sueños esconden intencionadamente las imperfecciones que aparecen al realizarlos. Durante un tiempo, el temor a la decepción les había impedido hacerlos realidad. Hasta que aceptaron que la lucha por alcanzarlos les mantendría más vivos y les haría disfrutar más que el conformismo que les paralizaba, que el resultado es decepcionante sólo en apariencia y trae una felicidad de la que no se disfruta con una vida imaginada.
La madre y la niña siguieron su camino sin detenerse. El anciano se quedó con la compañía momentánea del gatito de la niña, que se sentó a su lado como si fuera el dueño del muro, y de la incertidumbre. No sabía como iba a llegar, pero sabía que podría descansar con la puesta del sol. Lo dice el libro.


Fotografía: St4rF1sH.


El cuentacuentos

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

1 comentarios:

  • tormenta
    20 junio, 2007 12:16

    De lo que he leído tuyo, lo que más me ha gustado.
    Manejas el pensamiento y la reflexión estupendamente.
    Me he quedado prendada de este texto por lo que expresa y como lo expresa.
    Un besito y felicidades.

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